sábado, 24 de mayo de 2014

Un payaso




por Isabel A. Hermosillo


Desde su aparición el payaso no dejaba de reírse. La gente apenas reparó en su presencia cuando apareció debajo de los pilares de la oficina de Gobierno. Unos policías somnolientos, pobres diablos haciendo la guardia nocturna, notaron cómo las primeras notas de su risa sofocada crecían de a poco transformadas en ecos. Dicen que fue a eso de las tres de la mañana, apenas audible, pero inconfundible risa.

            No lo vieron o no lo quisieron ver, seguros que no pasarían más de dos o tres días para que el bastardo apareciera muerto bajo el portal del kiosco con los dedos congelados alrededor de una botella. Al cabo de un mes fue que repararon en su auténtica permanencia, semejaba un chicle bien adherido a la bota tras un sol de verano; pegajoso, difícil de remover y bien esparcido con su falso color de mejillas rosas y blanquecinas manchas.

            No se iba y sólo reía. Sin mayor importancia de la que debería tener un payaso que deambula por las calles mientras cuenta chistes incomprensibles, y así comprar otra botella no tan próxima a extinguirse, andaba por el pueblo de día a noche. Se reía también como parte de su andar; ridículos zapatos chirriantes de color amarillo peste y una flor verde carente de pétalos en la solapa, el único vestigio de sus años caminando quizá sin encontrar el colorido tallo que le prometiera casa. A diferencia de otros payasos, sus labios se erguían en dos paralelos ríos de sangre, un labial de poca calidad corrido a causa de la propiedad solvente del whisky que tomaba y reía. Se reía el whisky como agua. Entraba con la misma facilidad que salía detrás de una prisión de dientes amarillos y terminaba el chiste con una carcajada o un eructo.

            Un día, rió de un niño que tropezó por hacer un berrinche a la abuela y el payaso lo convirtió en chiste. La gente aplaudió y festejó semejante ingenio alejándose poco a poco de él, un inofensivo ser que sólo reía. Después, una señora en el tianguis dominical se quemó gravemente con aceite hirviente, no hubo sino una mini composición tipo entremés del suceso y gustaba de narrarlo frente a misa de seis de la tarde, en la misma iglesia donde sucedió el desagradable suceso. Era un hombre hecho de pura risa que se tambaleaba al son de su carcajada. La gente comenzó a incomodarse sin hacer algo al respecto, se removían como tibias larvas de mosca en lo recóndito de sus bancas eclesiásticas a mitad del Padre Nuestro. Intentaban ignorarlo pero era inevitable; siempre a la tercera campanada una sombra delgada se erguía y era perfectamente visible aún desde el atrio.

            Todos lo sabían: era el payaso quien se acercaba hacia la entrada para iniciar en plena voz su narración, recitaba aquel hirviente entremés hasta desmayarse de risa y nadie, nunca hacía nada. Entre parpadeos, el despojo de hombre despertaba después de cada tanto, ante el espectro de las sombras que lo juzgaban desde arriba. Alguna gente le pasaba por encima y otros, no sin espanto, le sacaban temerosos la vuelta. Tenían el privilegio de la primera fila para observar una sonrisa magnífica, putrefacta, adornando el cuerpo que permanecía tirado en el suelo con la botella en mano, en la otra recibiendo someras monedas; los espasmos como vestigios de su risa.

            Pasaron muchas mañanas, superadas por el número de noches. El payaso pasó inadvertido en el momento de su arribo para todos, excepto para uno. Desde las esquinas, desde los techos, desde el filo de las incontables puertas del pueblo, el soldado observaba. Se sabía ignorado o, por lo menos, temido. Quien lo vislumbraba urdiendo oscuridad desde las sombras huía con los ojos en blanco, la más latente promesa del silencio y él, él sólo sonreía mudo dedicado a esperar con paciencia. Vio llegar al payaso desde los lejanos horizontes de las estepas que rodeaban el pueblo y decidió no darle importancia o más bien simplemente no la tenía, un burdo hombrecillo moribundo. Le gustaba encontrarlo delirando, se divertía adivinando las horas que le habrían tomado llegar a esa risa sardónica permanente y terminaba por abandonarlo en su locura, más concentrado en el horizonte.

            Al payaso también le gustaba verlo, aunque tenía que adivinar su figura atrapada en las marañas de sombras, tan abundantes en ese lugar donde libraban constante batalla las luces y las sombras. Aún así, sabía dónde estaba y cómo se movía entre las sombras, como un gato bien habituado al mundo de las sombras. Sabía que prestaba atención a sus chistes, aunque lo único que riera fuera el murmullo de la sombra que semejaba el militar cuerpo. Y le provocaba semejante gracia que no podía dejar de reír e imaginaba al otro sin sombra siendo oscuro, tan desdibujado como la colgante flor sin pétalos de su solapa.

            Inmutable, el soldado observaba hacia el horizonte que se ceñía infinitamente en tonos apagados de sepia. El pueblo en silencio, mientras caían las noches y el payaso entraba en ronquidos intermitentes que sólo interrumpía con esporádicas risas huecas, asomándose desde los abismos del sueño otrora, largó un trago enorme a la botella y en su sueño murmuró un próximo asenso a la fuente de la plaza. El soldado, silencioso y bien aproximado a las sombras, se dedicaba a observar todo desde la protección innegable de la oscuridad que lo cobijaba.

       Desde ahí, el hombre militar tenía una vista privilegiada de detalles en dirección a la nube de polvo que se aproximaba lejos del payaso, lejos del pueblo; se escuchaban dentro de de ella los tambores que adquirían gritos cada vez más ominosos, sin dejar de ser ecos lejanos en la resonancia del amplio desierto de estepa. Sólo el soldado parecía inquieto ante el suceso, el pueblo dormitaba tranquilo esperando el rutinario despunte del sol sobre las montañas que los resguardaban. Una bala perdida emergió de entre las nubes haciendo trizas la botella de whisky que descansaba en la mano colgante del payaso. Despertó estallando en carcajadas y habituado el pueblo a sus inclementes risotadas, lo ignoraron creyendo que estaban ante el génesis de otro chiste. Cansados, se permitieron el lujo de seguir durmiendo. 

     A lo lejos, la nube de tambores perdía aquella resonancia que hacía estremecer la tierra. La nube de tambores silenció el ambiente cuando el soldado hizo un ademán solemne.


No lo vieron o no lo quisieron ver, el conflicto llegó con su propia versión de una carcajada humeante. El payaso no dejaba de reírse al preguntarse cuánto tardarían en darse cuenta. 

domingo, 6 de abril de 2014

Las voces del graffiti



Por Isabel A. Hermosillo

Hay maneras de hacer llegar las ideas, eso es seguro. Entre maneras de expresarse, hay quien se decanta por las artes visuales; otro tal vez menos agraciado con la pintura, construye narraciones que logran transportar hacia otras realidades, otros momentos, otras personas. En el cuento Graffiti, tomado de Queremos tanto a Glenda del autor argentino Julio Cortázar, se hace un interesante juego dialéctico que sienta sus bases en el discurso escrito, si bien gran parte de su interés se centra en las descripciones de un arte netamente visual: el graffiti, la innegable voz callejera de la expresión.

            La historia que transcurre en la narración puede resumirse de manera breve y puntual: tenemos a dos enamorados cuyo medio de expresión es el arte callejero, la producción de graffitis dentro de lo que se plantea como una sociedad represora muy al estilo del universo de Orwell en 1984. Sin embargo, ante la aparente sencillez de la historia, las decisiones estilísticas que subyacen dentro de la construcción del texto hacen que este cuento en particular se empape de una complicidad absoluta, donde la tensión narrativa crece a través de la voz narradora que mantiene el mismo tono estoico. Esta complicidad se ve alimentada en gran medida por el tono epistolar que se mantiene desde el inicio hasta el final de la narración ya que hay una voz que se dirige expresamente como confidente y acusador en la medida de quien habla desde una primera persona (yo) hacia ti (tú); sabe lo que hiciste y te lo va narrando poco a poco, enuncia los sucesos con guiños de complicidad expresos hacia su lector.

            La intervención de este solo narrador me hizo recordar la voz utilizada por Virginia Woolf en muchas de sus novelas, un caso icónico en Las Olas, ya que dan la sensación de estar verdaderamente dentro de la cabeza del personaje. Si bien Woolf lo utiliza para dar a sus textos una polifonía que se entremezcla, Cortázar lo utiliza de manera inversamente proporcional: sólo quiere dar una voz, pero esa voz, que es desdibujada, es tu propia voz. Hay un juego narrativo donde se expone a manera de soliloquio epistolar una sola historia; se dirige directamente a ti y como Woolf se metía en los personajes a través de un recorrido por su múltiple psique, este narrador sin rostro se mete en tu cabeza, si acaso sembrando la historia. La complicidad que antes mencionaba se hace cada vez más y más evidente de una manera bastante particular: pareciera que estás sentado frente a él, con un café frente a ti mientras te está contando una experiencia de tu vida, te ayuda a refrescar la memoria, te da salto y seña de un instante o un suceso que ya no recuerdas: te habla a ti, en segunda persona, no hay un narrador, sino un narratario y el personaje es un colectivo: tantos lectores que se acerquen al cuento serán esos múltiples y variados protagonistas.

            Esa multiplicidad de lectores se refuerza en la historia misma. La ambigüedad es innegable: no tenemos referentes, las calles no tienen nombres, los diálogos son inexistentes, la chica de quien nos enamoramos (como lectores cómplice) es también una desconocida. Y el único destello que sería capaz de borrar la ambigüedad es el graffiti. Como medio de expresarse, el graffiti dentro de este cuento hace un juego interesante de significados. Visto desde un acercamiento semiótico (que no es mi afán en este ensayo en particular) la descripción de los colores, los trazos y las formas podrían ser los contenedores de los diálogos que el narrador nos niega. Los graffitis son los verdaderos significantes en esta narración - no es por casualidad que el cuento lo porte como título - en medida que ponen en contacto a ti lector con la chica, en ellos se dialoga, ellos son el medio que hay que eliminar y gracias a uno de ellos es que la historia gira de manera trágica hacia un desenlace.

            Por su parte, el tratamiento estilístico del cuento aporta de una manera significativa la construcción de imágenes, lo cual hace que la lectura sea amena y a modo de rompecabezas: van entregándose imágenes, leves bosquejos de la realidad ficticia que se propone dentro de la historia, así que es realmente sencillo sumergirse en el tono epistolar que se propone. Considerando ahora la historia trágica junto a los graffitis significativos, me gustaría entrelazarlos con el universo visual e ideológico que va creciendo a la par. Estamos ante un cúmulo de escenarios desamparados que sólo logran transgredirse por pequeñas manifestaciones gráficas en una sociedad que suprime la expresión libre. Ya en este punto, Cortázar ejemplifica muy bien sus teorías sobre la tensión narrativa: ya puestos en aquella representación de la realidad, el frenesí de la narración para llegar al desenlace muestra un giro estilístico bastante particular y, aunque me gustaría imaginar que se hace uso del discurso indirecto libre, es otro el efecto. El narrador finalmente se descubre: no se trata de alguien ajeno a ti quien narra la historia, tú lector como personaje que actuó con los graffitis te mantienes en esa posición, es el narrador mismo quien devela su rostro y de ahí la imperiosa sensación epistolar que se mantiene a lo largo de la narración. Las decisiones estilísticas del último párrafo nos ponen ante la voz de la chica, quien casi justifica la intención del último graffiti que nos hace entrar en la vorágine del clímax en la narración. Sientes la fuerza de la narración y casi se podría hipotetizar la clave con la que deben entenderse los graffitis descritos en la historia. Estamos en la encrucijada de mantenernos en el silencio de los personajes o de entender finalmente las voces del graffiti. Casi hacen que a ti lector, también te duela la historia.




sábado, 22 de marzo de 2014

PALIMPSESTO



PALIMPSESTO
Por Isabel A. Hermosillo






Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo.
La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik



Es como una fotografía pensó mientras se ajustaba bien la Leica que colgaba pesadamente de su cuello. Caminaba por una calle solitaria y quizá se tambaleaba un poco por el vino o por el cansancio, no podía saberlo con exactitud. Apresuraba el paso de poco a poco, casi obligado por las manecillas del reloj que tenía guardado en el abrigo; debía llegar al cabaret lo antes posible, Rodri iba a estar ahí y no debía llegar tarde. Sacó un pucho del fondo del abrigo, no sin antes asegurarse que la lluvia no se lo iba a mandar al carajo aunque apenas era ya una breve llovizna, el último sollozo de las nubes antes de recuperarse del llanto.

Tal vez no debió aceptarle el vino a Sarita, pero se estaba tan bien ahí en su departamento, los dos  colmándose de fotos y de porros mientras ella alababa a su adorado Rodri, -patrocinador de ese precioso vestido blanco que sabía abstraerse mágicamente en el particular fondo que la rodeaba-. Lucas la veía embelesado, enmarcada por una ventana alta donde las gotas de la lluvia resbalaban lentas, convirtiendo a las luces amarillentas de los faroles en minúsculos calidoscopios de colores; era como ver una fotografía en movimiento que constante repetía Rodri, Rodri.

Sarita lo había llamado algunos días antes, pidiéndole con urgente insistencia una sesión fotográfica, a sabiendas que después de Romina, él había jurado alejarse de las mujeres como musas en su fotografía. Necesito algo nuevo para promocionar estos vestidos, Lucas. Anda, di que podrás, tú más que nadie sabes lo mal que anda el negocio y no confío en nadie más, necesito tu talento. Ya está cerca el Festival de Diseño, debo convencer de nuevo. Experta en convencerlo desde su postura de damisela en peligro sin tener un pelo de tonta, también había hecho prometedoras ofertas que Lucas no pudo resistir; entre ellas, la tentativa oportunidad de ver su firma en el escaparate oficial de la industria de la moda. Aunque conocía poco ese universo de las telas y las joyas, le quedaba claro que su amiga era una respetada diseñadora conocida principalmente por sus vestidos sobrios, dignos de la elegancia de mujeres como Audrey Hepburn o Greta Garbo.

        Aún así, era comprensible que una chica con su talento estuviera tan mal posicionada después de haber probado la gloria de la industria Rodri, una tentación que se había acercado a ella como un traicionero acceso directo hacia los grandes nombres internacionales de modistas; de esos que suelen llevar dentro del bolso las peores sustancias adictivas de la industria junto a la siempre tentadora agenda telefónica. Él mismo se había visto cautivado por el encanto de Rodri más de alguna vez aquel trabajo que le consiguió en el Distrito Federal, en un México tan lejano, para fotografiar a una compañía de danza muy prometedora. ¡Qué época! Recordaba bien los teatros en la ciudad, la parafernalia carnavalesca, el exceso de sustancias, las chicas de la compañía de baile, Romina. La noche de estreno con Romina invitándolo a tomar un trago después de su debut. Trae tu cámara, Lucas. Lucas el fotógrafo porteño. Aquella noche prometedora que terminó antes de empezar con el chirrido del metal ardiendo en gasolina su cámara en el fondo del vehículo Romina a un lado, inerte como en las fotografías que aparecieron días después en una reseña del evento, junto a los obituarios.

Así que Lucas había aceptado el trabajo con Sarita, la sombra de Rodrigo como un fantasma que presionaba el obturador, y menudas fotos habían logrado. Fue hasta el tercer rollo cuando recordó que Rodri lo había invitado como fotógrafo esa misma noche a la inauguración de un lujoso cabaret. La sonrisa de tiburón del muy hijo de puta al darle el pase de entrada, como si hubiera un latente chiste del que no había reparado presencia. Traé tu cámara, che, me servirían unas cuantas fotos, excusa que utilizaban para persuadirlo. Un porro después y tras haber guardado los rollos se despidió de Sarita.

Iba algo tarde, pero podría decirle que la lluvia lo había atrapado justo a la salida del departamento, total, él sabía que con ese clima le resultaba incómodo caminar gracias a su pierna de palo, un continuo recuerdo de su visita a México. Además, para la menuda inversión que Rodri había hecho en la nueva línea de Sarita, le convenía que la chica tuviera una sesión apabullante con tal de recuperar plata aunque seguramente algo no monetario ya se habían retribuido. No valía la pena preocuparse, así que se permitió el lujo de disfrutar la calle mientras fumaba, ensimismándose con el sonido de sus acuosos pasos en las losas llenas de riachuelos de agua.

No, más bien es como ir andando en una fotografía se rectificó al destapar el objetivo de la Leica. Una serie de hojas amarillas asemejaban un marco de opacidad otoñal en los canalillos para desviar el agua; resultaba lindo ver los reflejos de las lamparillas en aquellos mudos charcos que había dejado atrás la lluvia tímida; esos pequeños reflejos que funcionaban como ventanas a un mundo dentro de otro tan al alcance del zapato para turbar su inherente fragilidad. Las múltiples fiambrerías y tapicerías que descansaban sobre la acera estaban sumergidas entre el silencio y la opacidad de la noche avanzada, poco le importaron los nombres aburridos que las adornaban, Los fiambres de la nona tapicerías buster, todo igual, lo mismo. La calle estaba más linda cuando se la desencajaba: era tan lindo ver hacia el canal del río sin tener que imaginar sus olas… 

Si acaso llegó a lamentar algo fue que la cámara no podía inmortalizar el sonido apagado de los árboles, el murmullo acuoso del otro lado de la calle. Aunque bueno, debía aceptar que captar el mundo a través de un lente que paraliza la perspectiva a través de la mirada fragmentada del objetivo, llevaba también una suerte de magia cotidiana, una magia que tenía tiempo sin sorprenderlo, pero sí fascinarlo.

Una mirada desde la lente puede ser una visión del mundo murmuró mientras colocaba el trípode en posición. Trrrrck, trrrrck crujió el rollo de la cámara, lo que se le antojó el sonido más satisfactorio entre todos; era como preparar unos lentes especiales para fragmentar su propia visión, la mirada a través de la Leica. Carraspeó y se inclinó, cerró un ojo, abrió atento el otro, juntó su mejilla con la mirilla y ahí estaba: una notoria oscuridad, los árboles y faroles a la derecha en una calle casi desierta si no fuera por un par de borrachos tirados en la acera de enfrente, aquel murmullo a su izquierda que se mezclaba con el lejano sonido de los cabarets. ¿Es jazz me blues o Save it pretty mama? Save it, pretty mama sería lo que respondería al refunfuñón reproche tipo-discurso-político de Rodri si lo sermoneaba por llegar tarde. En fin, preparó el encuadre y los valores de la cámara, recitándolos como el buen obsesivo-compulsivo que era; se anticipó a la casi ausente luz semejante al sopor matutino, decidió un tercer plano tan borroso como el recuerdo de una borrachera, y la velocidad con que se apropió del encuadre fue un registro leve aunque constante del continuo danzar de los árboles al son del viento frío que le cortaba la piel debajo de los guantes.

 El trípode listo, la Leica en posición, llevó el dedo sobre el obturador y cerró los ojos capturando el momento a ciegas, en un juego donde se imaginaba el resultado con los valores, pero buscando forzar la sorpresa al revelar el rollo. 25 segundos tardó el obturador en parpadear, lo demás fue mecánico: guardar el trípode, ajustarse bien la Leica y pasar de largo a los borrachos y las fiambrerías cerradas, las puertas multicolores esparcidas entre casas, la puerta del cabaret para encontrarse con la parafernalia de un show ya muy avanzado. Lejos en el escenario, las bailarinas daban tres, cuatro vueltas, sus pies moviéndose en veloces ráfagas de preciosos colores convertidos en atuendos.

“¡Eh Lucas, acá tengo un par de Millers! Escuchó a alguien gritar desde la barra. Una voz ebria entre un mar de gente entusiasmada con las chicas en el escenario. Las mesas de madera oscura estaban ocupadas por hombres grisáceos que ya comenzaban a perder el equilibrio incluso al estar sentados en las sillas. Los afiches lujosos de corte francés que decoraban la sala reflejaban los rostros enmudecidos de cuanto pasaba cerca de ellos, la luz de aquel lugar lo fascinó apenas puso un pie dentro y degustaba las tomas que podría hacer. La gente se removió en sus asientos cuando la música cesó, lo cual facilitó el acceso al escenario, lejos de la barra donde las sugerentes luces iluminaban diversas botellas de alcohol, seduciendo con sus curvilíneos juegos de sombras en el cristal. Ir hacia la vocecilla ebria, buscar un buen lugar para la foto, ir a la vocecilla, la foto, vocecilla, foto

Se decidió por el escenario, mientras lo analizaba buscando algún rostro que pudiera inmortalizar. Las cortinas de terciopelo tinto con detalles en dorado, además de ser un absurdo elemento cliché para el cabaret que buscaba transportar a otra época, podrían enmarcar perfectamente el encuadre si lo que quisiera fuera una toma común. No. Pensó en algo más, algo que pudiera destilar más historias. La vista desde la madera, abriendo la toma a las chicas cuando salieran a hacer el próximo número, un acercamiento a sus rostros desde abajo, desde la sobra de las pestañas. O tal vez no tan abajo, tal vez capturar sus movimientos desde los primeros pasos hacia el centro del escenario. Vio a un grupo de bailarinas prepararse a salir tras bastidores, calentando lentamente, estirando sus músculos, distendiendo sus cuerpos, creando bellas geometrías efímeras dibujadas con una luz cenital que se traducía en estructuras óseas desconocidas, sus rostros escondidos tras una máscara de sombras. Apoyó la Leica en el borde del escenario, comenzó su ritual de los valores; los reflectores eran una belleza para crear duelos constantes entre sombras y luces, preparó su escenario como un lienzo impresionista y dejaría que las chicas danzaran frente a su cámara, frente a él, como espectros que registran obsesivos cada cambio de movimiento cerró los ojos, anticipando el deleite.

Trrrrck, trrrrck, click. Trrrrck, trrrrck, click. Trrrrck, trrrrck, click. Supo que el show iniciaría al percibir sobre sus párpados el cambio de iluminación y levantó el rostro para ajustar nuevamente los valores de la cámara. Se congeló bajo la mirada de un rostro ensombrecido, la sombra como unos anteojos oscuros y una prominente cicatriz en la mejilla, al lado de los delgados labios en una mueca de sensualidad. Los movimientos delicados de sus manos acompañaban al cuerpo que se ajustaba geométricamente a otros detrás de ella. La comisura de su boca se elevó en una sonrisa temblorosa que lo retaba por haberlo pillado fotografiándola como había prometido hace tanto tiempo y ahora justo ahí, teniéndose frente a frente, apenas separada ella tras un mísero escenario y él con la cámara entre las manos.

Lucas se giró bruscamente y pudo sentir la pierna de palo desajustándose de su cuerpo, reclamando el movimiento abrupto. Dejó la tapa del objetivo en el escenario. Rodri intentó detenerlo mientras se tambaleaba ebrio hacia él, exudando un aliento alcoholizado. Ehh, Lucas, vení, tomate la cerveza conmigo, ¿viste a las chicas? ¿Las recordás? ¡El 76 en México, che! ¿Qué sorpresa, eh, Lucas?.



Como pudo, entre apresurado y ciego, se quitó a Rodri de encima. Balbuceó cualquier cosa, corrió a la puerta, corrió a la esquina, corrió a la siguiente. No se detuvo hasta que la cámara dejó de pesarle tanto en el cuello y la pierna rechinaba la humedad del ambiente, haciéndole imposible seguir avanzando. Tenía nauseas gracias a la carrera, tal vez al porro; en su mente como si alguién proyectara una película inconclusa en su cabeza, la sonrisa de Romina el accidente con Romina los obituarios del 76 las increíbles fotos que le había tomado a Romina hace unos minutos. Sentía un escozor extraño en sus ojos y sentía la brisa fría del viento secando las gotas de sudor que corrían por su frente.  Son sólo unas fotografías suspiró. Sabía que observaría las fotos hasta pulverizarse los ojos.