por
Isabel A. Hermosillo
Desde
su aparición el payaso no dejaba de reírse.
La gente apenas reparó en
su presencia cuando apareció debajo
de los pilares de la oficina de Gobierno. Unos policías
somnolientos, pobres diablos haciendo la guardia nocturna, notaron cómo
las primeras notas de su risa sofocada crecían
de a poco transformadas en ecos. Dicen que fue a eso de las tres de la mañana,
apenas audible, pero inconfundible risa.
No lo vieron o no lo quisieron ver, seguros que no
pasarían más de dos o tres días para
que el bastardo apareciera muerto bajo el portal del kiosco con los dedos
congelados alrededor de una botella. Al cabo de un mes fue que repararon en su
auténtica permanencia, semejaba un chicle bien adherido
a la bota tras un sol de verano; pegajoso, difícil de
remover y bien esparcido con su falso color de mejillas rosas y blanquecinas
manchas.
No se iba y sólo reía. Sin
mayor importancia de la que debería tener un payaso que deambula por las calles
mientras cuenta chistes incomprensibles, y así comprar otra botella no tan
próxima a extinguirse, andaba por el pueblo de día a
noche. Se reía también como parte de su andar; ridículos
zapatos chirriantes de color amarillo peste y una flor verde carente de pétalos
en la solapa, el único vestigio de sus años
caminando quizá sin encontrar el colorido tallo que le prometiera
casa. A diferencia de otros payasos, sus labios se erguían en
dos paralelos ríos de sangre, un labial de poca calidad corrido a
causa de la propiedad solvente del whisky que tomaba y reía. Se
reía el whisky como agua. Entraba con la misma
facilidad que salía detrás de una prisión de
dientes amarillos y terminaba el chiste con una carcajada o un eructo.
Un día, rió de un niño que
tropezó por hacer un berrinche a la abuela y el payaso lo
convirtió en chiste. La gente aplaudió y festejó semejante ingenio alejándose
poco a poco de él, un inofensivo ser que sólo reía.
Después, una señora en el tianguis dominical se quemó gravemente con aceite
hirviente, no hubo sino una mini composición tipo
entremés del suceso y gustaba de narrarlo frente a misa de
seis de la tarde, en la misma iglesia donde sucedió el desagradable suceso. Era
un hombre hecho de pura risa que se tambaleaba al son de su carcajada. La gente
comenzó a incomodarse sin hacer algo al respecto, se removían como
tibias larvas de mosca en lo recóndito de sus bancas eclesiásticas
a mitad del Padre Nuestro. Intentaban ignorarlo pero era inevitable; siempre a
la tercera campanada una sombra delgada se erguía y era
perfectamente visible aún desde el atrio.
Todos lo sabían: era
el payaso quien se acercaba hacia la entrada para iniciar en plena voz su
narración, recitaba aquel hirviente entremés hasta
desmayarse de risa y nadie, nunca hacía nada.
Entre parpadeos, el despojo de hombre despertaba después de
cada tanto, ante el espectro de las sombras que lo juzgaban desde arriba.
Alguna gente le pasaba por encima y otros, no sin espanto, le sacaban temerosos
la vuelta. Tenían el privilegio de la primera fila para observar
una sonrisa magnífica, putrefacta, adornando el cuerpo que permanecía
tirado en el suelo con la botella en mano, en la otra recibiendo someras
monedas; los espasmos como vestigios de su risa.
Pasaron muchas mañanas,
superadas por el número de noches. El payaso pasó inadvertido en el momento de
su arribo para todos, excepto para uno. Desde las esquinas, desde los techos,
desde el filo de las incontables puertas del pueblo, el soldado observaba. Se
sabía ignorado o, por lo menos, temido. Quien lo
vislumbraba urdiendo oscuridad desde las sombras huía con
los ojos en blanco, la más latente promesa del silencio y él, él sólo
sonreía mudo dedicado a esperar con paciencia. Vio llegar
al payaso desde los lejanos horizontes de las estepas que rodeaban el pueblo y decidió no darle importancia o más bien
simplemente no la tenía, un burdo hombrecillo moribundo. Le gustaba
encontrarlo delirando, se divertía adivinando las horas que le habrían
tomado llegar a esa risa sardónica permanente y terminaba por abandonarlo en su
locura, más concentrado en el horizonte.
Al payaso también le
gustaba verlo, aunque tenía que adivinar su figura atrapada en las marañas de
sombras, tan abundantes en ese lugar donde libraban constante batalla las luces
y las sombras. Aún así, sabía dónde estaba y cómo se
movía entre las sombras, como un gato bien habituado al
mundo de las sombras. Sabía que prestaba atención a sus
chistes, aunque lo único que riera fuera el murmullo de la sombra que
semejaba el militar cuerpo. Y le provocaba semejante gracia que no podía dejar
de reír e imaginaba al otro sin sombra siendo oscuro, tan
desdibujado como la colgante flor sin pétalos
de su solapa.
Inmutable, el soldado observaba
hacia el horizonte que se ceñía infinitamente en tonos apagados de sepia. El pueblo
en silencio, mientras caían las noches y el payaso entraba en ronquidos
intermitentes que sólo interrumpía con
esporádicas risas huecas, asomándose
desde los abismos del sueño otrora, largó un trago enorme a la botella
y en su sueño murmuró un próximo asenso a la fuente de la plaza. El soldado,
silencioso y bien aproximado a las sombras, se dedicaba a observar todo desde
la protección innegable de la oscuridad que lo cobijaba.
Desde ahí, el hombre militar tenía una
vista privilegiada de detalles en dirección a la
nube de polvo que se aproximaba lejos del payaso, lejos del pueblo; se
escuchaban dentro de de ella los tambores que adquirían
gritos cada vez más ominosos, sin dejar de ser ecos lejanos en la
resonancia del amplio desierto de estepa. Sólo el
soldado parecía inquieto ante el suceso, el pueblo dormitaba
tranquilo esperando el rutinario despunte del sol sobre las montañas que
los resguardaban. Una bala perdida emergió de entre las nubes haciendo
trizas la botella de whisky que descansaba en la mano colgante del payaso.
Despertó estallando en carcajadas y habituado el pueblo a sus
inclementes risotadas, lo ignoraron creyendo que estaban ante el génesis
de otro chiste. Cansados, se permitieron el lujo de seguir durmiendo.
A lo
lejos, la nube de tambores perdía aquella resonancia que hacía
estremecer la tierra. La nube de tambores silenció el ambiente cuando el
soldado hizo un ademán solemne.
No lo vieron o no lo quisieron ver, el conflicto
llegó con su propia versión de
una carcajada humeante. El payaso no dejaba de reírse al
preguntarse cuánto tardarían en
darse cuenta.